En 1591, tras años de conflictos y rivalidades entre clanes, Toyotomi Hideyoshi consiguió unificar Japón y establecer una ansiada paz. Pero esta paz causaba un problema a Hideyoshi. Durante décadas la gran actividad del país había sido la guerra y de repente se encontraba con ejércitos numerosos sin trabajo y sobre todo con daimyos que ya no podían conquistar territorio y ampliar su influencia.
Todo esto unido a la convicción de Hideyoshi de que estaba destinado a conquistar el mundo entero le llevó a iniciar una invasión de Corea que era el primer paso para conquistar China. Esta guerra acabaría siendo conocida como la Guerra Imjin.
Hideyoshi logró reunir un ejército de 158.000 efectivos, pero Japón apenas contaba con experiencia naval, a diferencia de Corea, que contaba con una sólida flota y marinos experimentados. Por suerte para Hideyoshi, Corea estaba sumida en sus eternas rivalidades políticas y la facción que advirtió mes tras mes de la inminente invasión japonesa fue ignorada. Los japoneses lograron desembarcar en la península sin que la armada coreana entrara en acción.
Una vez desembarcado, el ejército japonés comenzó, más que una guerra, una carnicería. Además del enorme número de efectivos, los japoneses contaban con mosquetes fabricados copiando los que décadas atrás les habían proporcionado los portugueses. Además de perfeccionar su fabricación, llevaban años adiestrando cuerpos de mosqueteros fáciles de reclutar y entrenar. Los coreanos podían poner todo el valor y la fuerza de voluntad que quisieran, pero la gran mayoría de batallas acabaron con derrotas aplastantes y masacres por parte de los japoneses que harían palidecer atrocidades de otras guerras.
Tiempo después, con una feroz acción de guerrillas, la intervención del ejército chino y acciones espectaculares de la armada coreana planeadas gracias al genio del almirante Yi Sun-Shin, Corea lograría revertir la catástrofe y tras años de lucha derrotar a los japoneses. Pero 1592 fue un año desolador para Corea, salvo algunas pequeñas victorias. Y una de estas pequeñas victorias tuvo una importancia mucho mayor de lo que pudiera parecer militarmente.
En agosto de 1592 una unidad japonesa avanzó sobre Chonju, la capital de la provincia de Cholla. Los coreanos enviaron primero una fuerza de voluntarios civiles a un paso de montaña para bloquear el avance. Los voluntarios montaron una empalizada de madera y lucharon con valor, pero los japoneses lograron derrotarlos. Mientras tanto en Chonju se organizaron para de día agitar continuamente muchas banderas y de noche hacer muchas hogueras. La trampa funcionó y la fuerza japonesa pensó que tras las murallas de la ciudad había atrincherado un gran ejército. Los japoneses se retiraron y Chonju fue salvada. Pero no solo la ciudad.
Corea tenía una absoluta pasión por la historia. Ya desde la dinastía Silla (57 a.C. -930 d.C. aproximadamente) se registraba absolutamente cualquier acontecimiento de un reinado, por trivial que fuera, para que las generaciones futuras pudieran aprender de lo ocurrido. Y con la dinastía Choson de la Corea unificada se alcanzó la perfección absoluta.
Los funcionarios reales de la dinastía Choson tenían transcripciones de todas las audiencias reales. Asimismo redactaban diarios de todo lo acontecido en el país que consideraban importante. También disponían de los registros de los ministerios y de los miles y miles de mensajes intercambiados entre la capital y funcionarios de todo el país.
La objetividad era una obsesión. Los funcionarios tenían que ser de una honestidad impecable y podían criticar abiertamente al rey en sus escritos. Precisamente las crónicas coreanas de la Guerra Imjin están llenas de relatos sobre comandantes cobardes y funcionarios que huían de su responsabilidad por este afán en revelar todo.
Al morir un rey se recopilaban todos los documentos de su época y se unían en libros. Tras pasar los seis meses de luto un grupo de editores comenzaba la revisión de los documentos, una tarea que llevaba unos cuantos años. Cuando se completaba la revisión no se permitía leerla a nadie, ya que la cruda verdad de los libros podía enfurecer a alguien y que esta persona intimidara o amenazara a los historiadores. Ni siquiera el rey sucesor podía leerlos.
A partir del siglo XV los libros se enviaban a la imprenta y se hacían cuatro copias. Las cuatro copias se guardaban en lugar seguro y se destruía el manuscrito original. Para mayor seguridad las copias se distribuían por toda la geografía. Una iba al palacio real de Seúl. Las otras tres a las ciudades de Chungju, Songju y Chonju.
De esta manera los coreanos contaban con preservar su historia durante siglos. Se podía quemar uno de los almacenes, pero entonces quedaban tres y se podían hacer nuevas copias para reponer el cuarto almacén destruido. Perder dos o tres de los almacenes parecía inconcebible.
Pero este hecho inconcebible ocurrió en 1592 con la Guerra Imjin. En junio de 1592 los japoneses tomaron Chungju y la incendiaron. Cuatro días después, en la evacuación de Seúl, ciudadanos airados por la huida del rey y la corte incendiaron el palacio de Kyongbok, destruyendo el segundo almacén. Y en el avance de Pusan a Seúl otro contingente japonés tomó y quemó Songju.
En julio de 1592 solo quedaba uno de los almacenes, el de Chonju. Y así el avance japonés sobre la ciudad se consideró una gran amenaza para el país. Pero gracias al plan del gobernador provincial Yi Kwang y del funcionario guardián de los libros, Yi Chong-nan, la ciudad y los registros históricos de Corea se salvaron.
Tras la retirada japonesa de Chonju, las autoridades decidieron que los preciosos libros estaban demasiado al sur y necesitaban un lugar más seguro. Una caravana de caballos salió de la ciudad con 577 libros para llevarlos a una ermita en las montañas Naejang. En 1593 se decidió que tenían que moverse de nuevo y tras diversas etapas se llevaron a la isla Kanghwa. Finalmente se llevaron a un templo del Monte Myohyang al que solo se podía acceder por una escalera de mano. Aquí finalmente por fin reposaron hasta llegar a nuestros días.