En 1914, a pesar de sus 50 años de edad, el Padre Frederick George Scott decidió que debía servir al Imperio y alistarse. Se le otorgó el rango de mayor y fue nombrado capellán de la Primera División Canadiense.

No era el único miembro de la familia alistado. Uno de sus hijos, Henry Hutton Scott, también se alistó y fue destinado a 87º Batallón de los Guardias Granaderos Canadienses. Henry sirvió sin incidentes hasta que un fatídico 21 de octubre de 1916, dirigiendo a sus hombres en la toma de Regina Trench, en el Somme, fue abatido por una ráfaga de ametralladora.

Como tantos y tantos hombres, fueran soldados u oficiales, Henry fue enterrado prácticamente donde cayó, con la tumba marcada de manera improvisada con una cruz de madera y con la esperanza de que la zona no acabara bombardeada y se  pudiera localizarla más adelante y trasladar el cuerpo a un cementerio. Pero Frederick no quería dejar al azar que se encontrara a su hijo.

El Padre Scott hizo los preparativos y una madrugada hacia la 1:30 salió de Albert de camino a la 11ª Batería de artillería, desde donde comenzaría su búsqueda, con un mapa hecho por un oficial que había sido testigo del entierro de su hijo y que situaba la tumba en Courcelette.

Tras llegar en camión hasta Pozières, el Padre Scott siguió a pie hasta Centre Way, un camino de madera por los campos hasta las baterías de artillería. Según cuenta en sus memorias, había enormes cráteres y más allá de Courcelette se veía la luz de las bengalas alemanas y la explosión de proyectiles.

Al llegar a las baterías, Scott se encontró con varios hombres del batallón de su hijo que se habían ofrecido a guiarle. El mapa les llevó a una trinchera de comunicación y a la línea del frente. Intentaron encontrar la cruz que un cabo del batallón había puesto donde creía que estaba la tumba, pero todo era una masa confusa de barro. Tras mucho buscar encontraron una cruz blanca en la ladera que iba hacia Regina Trench. De camino hacia la cruz se encontraron muchos cadáveres aún sin enterrar. Al llegar a la cruz, vieron que efectivamente llevaba el nombre de Henry.

El problema es que la cruz era un lugar aproximado, así que se pusieron a excavar alrededor. Delante de la cruz solo encontraron un fragmento de proyectil. En otro punto no encontraron nada. Finalmente al tercer intento de excavar encontraron algo blanco. Era la mano izquierda de Henry, con el anillo con sus iniciales. Era un verdadero milagro que no se lo hubieran quitado, porque por lo demás no tenía ni su placa de identificación, ni su revólver ni su libreta. Localizado el cuerpo, lo trasladaron hasta detrás de las líneas para darle una nueva sepultura hasta que se pudiera llevar el cuerpo a retaguardia.

El sargento Alex McClintock era uno de los hombres que acompañó al Padre Scott. Así contó en sus memorias el momento:

Conseguimos encontrar el lugar y a petición del capellán exhumamos el cuerpo. Algunos le sugerimos que nos indicara la manera de identificarlo y que se retirara fuera del alcance de los proyectiles que estaban estallando a nuestro alrededor. Le dijimos que era una imprudencia ponerse en peligro innecesariamente, pero en realidad lo que queríamos era ahorrarle el horror de ver lo que nuestras palas iban a desenterrar.

‘Me quedaré’, fue su respuesta. ‘Era mi hijo’.

Habíamos encontrado el cuerpo correcto. Uno de nuestros hombres intentó limpiarle la cara con un pañuelo, pero finalmente cubrió la cara con el pañuelo. El viejo capellán se puso junto al cuerpo y se quitó el casco, exponiendo a la llovizna que caía su cabello gris. Y mientras estuvimos allí con la cabeza inclinada, su voz se alzó sobre el ruido de los proyectiles que estallaban y recitó el servicio funerario de la Iglesia de Inglaterra. Nunca me ha impresionado nada tanto en mi vida como aquella escena”.

La niebla matinal comenzó a levantarse y los alemanes empezaron a disparar contra el grupo. El Padre Scott terminó de leer el servicio y cogió el anillo de su hijo para después echar un último vistazo al último paisaje que vio Henry, Regina Trench y más allá los pueblos de Pys y Miraumont, convertidos  en una desolación.

A finales de noviembre de 1916 el Padre Scott recibió una carta informando  de que se había trasladado el cuerpo de su hijo. Fue de inmediato a Albert y de allí al pequeño cementerio donde finalmente descansaba Henry junto a sus camaradas, el Cementerio Militar del Puesto de Bapaume. Dentro de la tragedia, al menos los Scott tendrían un lugar donde visitar a su hijo. Miles y miles de familias nunca tuvieron tanta suerte ni pudieron al menos cerrar un poco la herida.

Foto: Wilf Schofield