La Isla Atlasov está resguardada del Pacífico por la Isla Severo-Kurilsk. Atlasov es la cima de un volcán, el Alaid, que se alza 2300 metros sobre las aguas del Mar de Okhotsk. Le da su nombre Vladimir Atlasov, un cosaco que exploró y conquistó para el Imperio Ruso Kamchatka y otras regiones de Siberia.

Pero la Isla Atlasov ha tenido otros nombres. Los japoneses la llamaron Araido y también Oyakoba, cuando en 1875 tras el Tratado de San Petersburgo Japón recibió de Rusia todas las Kuriles a cambio del sur de Sakhalin. Durante 60 años, Atlasov-Araido-Oyakoba fue el punto más al norte del Imperio Japonés y el volcán Alaid alabado y admirado como superior en belleza incluso al Monte Fuji.

Pero la historia más interesante de Atlasov la cuentan los ainu. Dicen que Alaid en un principio estaba donde hoy está el Lago Kuril, en Kamchatka, y que era una montaña tan alta que tapaba la luz al resto de montañas, celosas de su increíble belleza. Estos malos sentimientos perturbaban a Alaid, así que un día decidió alzarse y viajar por el mar hasta que llegó al lugar donde se encuentra ahora, sola y tranquila. Pero en recuerdo de su tiempo en Kamchatka y como señal de duelo, dejó atrás su corazón, una roca cónica en el centro del lago.

Esta y otras historias se encuentran en un inclasificable libro que es todo un tesoro, Atlas de Islas Remotas: 50 islas que no he visitado y nunca visitaré, de Judith Schalansky. Schalansky comenzó desde niña a viajar por el mundo a través de los atlas y mapas. Hace unos años decidió recoger en un libro toda una serie de islas remotas, muchas remotas físicamente, otras simplemente por lo vivido allí por quienes se han atrevido a habitarlas o por quienes han llegado allí por accidente. Brava, Tristan da Cunha, Pingelap, Tromelin, Isla Decepción… En este libro encontraréis estas islas y sus historias.

Y fue así cómo conocí Atlasov y me enamoré de su belleza. Sueño con visitarla, pero seguramente jamás la pisaré. Viajar a Kamchatka requiere tiempo, viajar en un periodo del año en que el clima no sea imposible y dinero. No tengo ese tiempo ni la flexibilidad del calendario. Ni el dinero. Y para cuando vuelva a tener tiempo y libertad, no creo que el cuerpo esté ya en condiciones de un viaje tan complicado. Y seguramente tampoco tendré el dinero. Como Schalansky, tendré que seguir mirando mapas. Y mucho después de que yo me haya ido, Oyakoba seguirá allí, sola, añorando su tiempo en Kamchatka pero viviendo en paz, ajena a las envidias de otras montañas y a nuestros sueños imposibles.