Rodr llegó a la noche sin quitarse aquella curiosa visita de la cabeza. Cerraba los ojos y la veía, la muchacha alta, atractiva y deslenguada que había compartido sofá horas antes en su particular pocilga. Sin saber muy bien la razón, y olvidando la cena, ordenó y ventiló el piso. Haciendo pequeñas columnas con los libros que nunca habían tenido un espacio adjudicado para ellos. Se acomodó frente al portátil y, comiendo al fin un par de lonchas de jamón, abrió su correo mientras escuchaba REM. Un grupo que le retrotraía a la infancia, y del que no toleraba críticas en su presencia. Leyó varios comunicados de su editora, todos repetitivos y carentes de interés. Sabía que pronto entraría en bancarrota, no necesitaba que nadie se lo recordara. Después del suceso, las ventas se dispararon por el efecto morbo, pero este fue efímero, cayendo en picado poco después de un año al desaparecer él del mapa y no publicar material nuevo.
Entre el resto de los mails, una mezcla de spam y fieles y anticuados seguidores, destacó uno:
¿Qué tal, gilipollas?
A veces es mejor no conocer a la gente que admiras, es preferible imaginarte que tienen algo interesante que decir, que hacer o que mostrar. Que viven en algún lugar recoleto, con cerámicas originales y arte abstracto. Nunca te imaginas a un despojo inseguro y llorica. No, gilipollas, no, eso no es sexy. ¿Qué estás haciendo? ¿Ordenando tus pastillitas por colores? ¿Picándolas tal vez para esnifarlas? En el fondo te entiendo, siendo como eres, mejor vivir aborregado que soportarte. Por cierto, si no quisieras que te escriban, no publiques tu mail en la página web de la editorial 😉
¿Misma hora Mañana?
Anna
Aquel mail le hizo sonreír de nuevo, un récord en los últimos tiempos en los que se había alejado de todo y de todos. Siguió con la limpieza general pensando en algo original que responder. Se le abrió un poco el apetito y convirtió las lonchas de jamón en un grasiento sándwich de jamón y queso. Pensó que quizás era hora de hacer una compra como dios manda, y dejar de nutrir las cuentas de los paquis de su calle, pero eso ya tendría que esperar un poco más. Recordó a la joven con deseo, recuperando una pulsión que creía perdida, pero comprobando que su entrepierna estaba muerta. Se frustró.
Mirando de reojo las pastillas, teniendo un debate interno, decidió responder escuetamente:
Misma hora
Gilipollas
Esa noche no las tomó, acongojado por si los flashes, las cefaleas y la ansiedad volvían. No durmió, o, por lo menos, no demasiado. Sentía su corazón latir fuerte. Pausado, pero fuerte. Sabía que era psicológico, que su cuerpo aún no reclamaba su dosis, tan solo su mente. Sondeó la posibilidad de escribir algo, pero sus neuronas, aun activas, no parecían muy creativas. A las cinco de la mañana no podía más, se rasuró como pudo la cabeza, combatiendo un ligero temblor para no cortarse, se puso un chándal y salió a la calle. Comprobó que el paqui estaba abierto y decidió comprar una de esas bebidas isotónicas con sabor a naranja que toman los runners. De nuevo en casa y vertiéndola en un termo, la probó para llegar rápidamente a la conclusión de que era repugnante. La mezcló con ron y salió de nuevo, con la simple intención de moverse un poco, trotar, quitarse de encima la naciente ansiedad. Pocos kilómetros más tarde volvió. Sudado, achispado, pero satisfecho de no tomar pastillas. Miró la hora, se duchó, vistió y fue al bar de enfrente.
Ya era de día.
—Un café y un cruasán, si es tan amable —le pidió al mismo camarero que había maltratado la mañana anterior—. Ah, el café cargadito, por favor.
Se miró la entrepierna en un gesto ridículo, como esperando que su “amiguito” hiciera acto de presencia a tan solo veinticuatro horas de haber dejado la química. Miró a su alrededor, pero no vio a Anna, solo a un octogenario con bigote blanco y boina leyendo el periódico.
«Será uno de esos galanes antiguos que se ha olvidado de descubrirse la cabeza al entrar en el bar. O eso, o un yonqui, claro».
Se rio en voz alta de su propia ocurrencia.
Su pierna temblaba bajo la mesa, nerviosa. Por la espera, por la falta de sustancias que la tranquilizasen, por lo rocambolesco de la situación. Volvió a examinar la estancia, pero tampoco sabía muy bien dónde mirar, el día anterior ni si siquiera se había fijado en su presencia.
—Por lo menos tienes palabra —dijo una voz femenina detrás de él.
No sabía por dónde habría llegado, pero se alegraba de que lo hubiera hecho. La chica se inclinó, le dio un beso en la mejilla y se sentó en la silla que quedaba libre.
—Ya no tomo pastillas —afirmó él como si fuera un niño cazado infraganti.
—Jajaja. Eso está bien, ve a que te den una chapita de esas de un día en una de esas parroquias donde se reúne la gente como tú. Ah, eso sí, cuéntales que has cambiado pastillas por alcohol —respondió guiñándole el ojo.
—Mezclado con bebida isotónica —replicó él riéndose de sí mismo.
—Bueno, va, te lo compro como un progreso —dijo ella.
Parecía menos hostil, casi dulce, y aún más sensual que el día anterior.
—Así que eres Anna la programadora.
—Eso es, y tú Enric el ex capullo narcisista convertido en detritus autodestructivo. No te lo tomes a mal, eh, me gusta la gente que se quiere.
—Es decir, que te gustaba antes.
—Lo que me imaginaba de ti, quizás.
—Siento decepcionarte —contestó el autor sinceramente, sin ironía por una vez.
—Bueno, tengo gustos versátiles, ya veremos cómo avanza todo esto. No empieces ya con la derrota.
Se miraron durante unos minutos, quizás más de cinco. Estudiándose, sin necesidad de hablar.
—¿Sabes? Nadie me había dicho nunca que su novela favorita era La delgada línea…
—Favorita de las tuyas, sí —matizó ella.
—Me sorprende y me gusta, porque con los años creo que es de las pocas cosas que he escrito que no es una auténtica ponzoña.
—Para que veas —se limitó a responder.
—¿Empiezo a ser menos gilipollas?
—Ganas números para que se convierta en transitorio.
Sonrió. Otra vez. Ampliamente. Ambos lo hicieron.
—¿Y a qué viene ese cambio de actitud, Anna la programadora?
—El palo y la zanahoria. Tú te esfuerzas, yo te lo compenso. ¿Crees que me gusta insultar a la gente? Yo odio los dramas, me dan urticaria. El mismo asco que me da la condescendencia y autocompasión. Hay que quererse un poco. Yo, por ejemplo, me quiero y me valoro. ¿Quién lo hará sino?
—Tú no has matado a nadie —dijo Rodr oscureciéndosele la mirada.
—¿Y tú sí?
—Ya me entiendes. Las palabras matan.
—No, que va. Las mentes débiles mueren, no las matan las palabras. ¿Sabes que esos tres retrasados eran de una secta milenarista?
Enric Rodr arqueó una ceja.
—O no, ¿quién sabe? A lo mejor los padres vendían fotos de su niñita en ropa interior por internet. ¿Qué coño sabes de ellos? ¿A quién le importa? ¿Es tu culpa que se suiciden todos los anormales del mundo?
—A mí me importa —sentenció el escritor.
—Pues venga, mira las necrológicas y hazte plañidera, se te daría de puta madre.
Enric no estaba enfadado, de hecho, sus palabras solo pretendían ayudarle, y es mucho más de lo que esperaba de ella cuando la conoció.
—¿He subido otro punto en tu escalera de “gilipollismo”?
—Dos puntos, y tres en autocompasión. Puagh.
Apareció el camarero, preguntándole a la chica si deseaba tomar algo. Ella sacó un billete, pagó la cuenta y dijo:
—No, gracias, me tomaré lo que sea en su casa.