Noche dura. La mañana no parecía mejor. Su cerebro aún intentaba segregar la química necesaria para funcionar sin necesidad de ayuda externa. Ansiedad, jaqueca y dolor en el pecho. Y sin alicientes. Había entrado compulsivamente en su correo electrónico con la esperanza de encontrarse un mail de Anna la programadora, pero allí no había nada, nada que valiera la pena. Se puso el chándal y salió a correr, pensó que sudando su mente se relajaría.

Dos horas entre trotes y caminatas, mucho más de lo esperable de aquel cuerpo largamente desentrenado. Cabizbajo, intentando encontrarle un sentido a aquel sufrimiento, llegó a la conclusión de que no lo tenía y comenzó el regreso a casa con la única intención de llenar su organismo de drogas legales. Así era la medicina:

­—Doctor, no estoy bien—

—Tómate esto y no pienses—

Llegando a su portal la vio. En el bar de siempre, como si nada. Sentada en una de las pocas mesas de la terraza, tomándose un té y leyendo algo en el móvil. Se acercó, sorprendido de que hubiera elegido el exterior, de su aparente inmunidad al frío. Se sentó en otra silla de la misma mesa, diciendo:

­—¿Puedo?

Ella pareció terminar de escribir algo y respondió:

—Mientras no vayas a cortarte las venas o algo así, no me gustan las manchas de sangre.

—Prometo ser pulcro tome la decisión que tome.

—Algo es algo.

Ella siguió sin despegar la vista del teléfono y él sin despegarla de su cara. Le gustaban sus facciones, su nariz, los ojos ocultos tras las gafas de montura negra. Los labios…

—Vengo de hacer un poco de ejercicio —presumió.

—Fantástico. Yo nunca he tenido un chándal, no concibo el ejercicio si no es para convertirlo en un orgasmo. Creo que la persona que más me ha odiado en la vida era el profesor de gimnasia del instituto —dijo ella.

Enric sonrió. Nunca se esperaba sus salidas.

—No soy un cliché —afirmó el escritor por sorpresa.

—Ya.

—De verdad, solo intuyes una parte de mí, pero soy más cosas que un escritor provocador, un drogadicto o un perdedor.

—¿Así que eres algo así como la cara oculta de la luna? —preguntó ella en una sonrisa burlona, prestándole algo de atención al fin.

—Ni tan solo eso, hay más.

­—¿La cara oculta de la media luna?

Ambos se miraron intensamente, analizando una frase de la que ninguno estaba seguro de que tuviera algún sentido para, finalmente, estallar en carcajadas.

­—Ese soy yo, sí señorita, la cara oculta de la media luna.

—De acuerdo. Digamos, que es mucho decir, que me interesa. Cuéntame más.

—Lo haría, pero tengo tanto puto frío que no puedo ni pensar.

La expresión de Anna volvía a ser amable. Apagó un cigarro que aguardaba consumiéndose en el cenicero, dejó cinco euros debajo de la taza y se puso en pie. Enric volvió a observarla. Casi tan alta como él, sí, pero mucho más decidida. Vestían ambos como si vivieran estaciones del año distintas. Esta vez no subieron a su casa, se pusieron a andar, y ella, en un gesto sorprendente y probablemente impropio de sí misma, aprovechó que el autor llevaba las manos en el bolsillo para agarrársele del brazo.

­—Cuéntame, pequeño selenita, explícame un poco de esos secretos tuyos.

­—Nací muerto, tuvieron que reanimarme ­—comenzó él.

—Interesante, bueno…poco. Dudo que te acuerdes ­—replicó ella.

—Tuve un accidente de tráfico, estuve en coma, de allí algunas de las pequeñas cicatrices que decoran mi cara. Y de allí nace La delgada línea…

Anna no contestó, tan solo se quedó mirándole como esperando más.

—No hace tanto, en una mala noche, tuve una sobredosis. No me quedaban recetas y, ya sabes, Barcelona siempre será Barcelona. Lo que quiero decirte es que, he muerto tres veces.

—Bien —dijo ella—. Bonito argumento para una canción de Blues. ¿Sabes qué dicen sobre el Blues? Que, si pones un disco del revés, tu perro ya no ha muerto, tu mujer no te ha dejado y ya no eres un alcohólico. Ahora en serio, no quiero que pienses que no me interesa, pero me suena todo a excusas para darte caña al cuerpo.

—No te lo digo para darte pena. Es para contarte una sensación. A veces pienso que esas tres vidas que me regalaron, se las quité a otros. ¿Sabes? ¿Es una locura? Pues sí, joder, ya lo sé. Pero pienso eso. ¿Y si esa familia murió porque a mí se me antojó vivir? ¿Y si el médico no me hubiera reanimado al nacer? Nunca habría escrito nada. ¿Seguirían vivos?

Anna la programadora quiso replicarle con su sarcasmo habitual, echarle la bronca. Pero fue incapaz. Porque a Anna la programadora todo aquello le importaba, no porque le impactara la historia, o le pareciera fuera de lo común, simplemente porque sabía que a él le afectaba. Se acercó a él y le besó en la mejilla. Nada sexual esta vez, solo cariño.

—Lo que dices es una gilipollez de pensamiento, tan absurdo que no sabría por dónde empezar a rebatirlo, pero siento que te sientas así. Soy poco esotérica, tu no le has quitado la vida a nadie. Ni tú, ni tus letras. Yo me obsesiono con el trabajo. A veces demasiado. Leerte me arranca de ese lugar, me recuerda que fuera hay algo. No iré por allí diciendo: “si no estuvieras vivo qué sería de mí, ¡ay! pobrecita”. Todos nos adaptamos a lo que vivimos. El llenarte de pastillas o tener de amante a una horca, es una manera de rendirse.

—Quizás es eso. Quizás, simplemente me he rendido.

Habían andado un rato, sin que ella se despegara de su brazo ni palabras altisonantes. Era la primera conversación sosegada que tenían en tres días.

—Pues es una lástima —dijo ella—. Los cobardes me interesan poco.

Volvió a besarle, esta vez en los labios. Se soltó, separando el cuerpo de ambos, y se fue diciendo:

—Tengo mucho trabajo, hazme un favor, no te mueras, no te mates y no le robes la vida a nadie.