Día cuatro, misma hora, mismo lugar. Esta vez no tuvieron ni que quedar ni que encontrarse. Anna llevaba rato concentrada con el portátil, algo importante de trabajo, mientras él degustaba el tercer café.
—Espero no molestar —dijo Enric sintiéndose inseguro.
—Si así fuera, iría a otro bar. ¿No crees? No sabes mi apellido, ni dónde vivo, ni tienes mi teléfono. Sería fácil.
—Hasta cuando me dices cosas normales me siento un poco insultado.
La programadora rió y apartó la vista del portátil, ironizando:
—Sí, soy un encanto.
—¿Y yo? ¿Yo qué soy? —preguntó él.
—Tú eres un perro verde. Más raro que un perro verde.
Rodr miró la taza, estaba vacía. Sintió un poco de ansiedad, demasiados años con demasiada mierda circulando por sus venas acomodada en su cerebro. Vio que le temblaba un poco la mano y la movió para disimular.
—No parece muy buena la descripción —dijo al fin el escritor.
—Nunca estamos de acuerdo. Solo un perro verde, raro, de tres patas y dos lenguas, podría escribir lo que tu escribes.
—¿Es eso un halago?
—Es lo que es.
—Joder, seré raro, pero anda que tú, tía. Te conozco de hace días y siento que eres como un puzle al que le faltan algunas piezas, que parece que puede encajar, pero no del todo. ¿Pero sabes? A mí me da igual decirte un halago, y lo cierto es que he dejado las pastillas por ti.
Anna sonrió. No era un gesto burlón, era sincero.
—Y tú, no sé, a ratos creo que te intereso, pero solo la persona que era antes —siguió él.
—No te conocía antes, no vuelvas a ganar puntos para volver a la zona “gilipollas”. ¿Quieres un piropo? ¿Qué te acaricie el lomo? ¿De verdad eres tan miope que no lo ves?
—¿Que no veo el qué?
—¿Crees que suelo ir con las tetas al aire si alguien no me interesa?
—Sí, ya, para lo que duró…
—No me va la necrofilia. No follo con muertos ni proyecto de muertos. ¿Tan inseguro eres? Con esa prosa contundente, punzante, valiente que tenías. ¡Joder chico! ¿Sabes que cuando me compré Carolina Sinestésica no pude, literalmente, dejar de leerlo hasta el final? Empecé en la librería y me fui a casa chocándome con la gente, con las cosas, tropezando. ¿Eso es lo que querías oír?
—Es un comienzo. Nadie me habla de esa novela, y es de las pocas cosas que mi estómago tolera sin vomitar.
Enric Rodr iba con un buen abrigo, gorro, guantes… pero a ella le bastaba una fina chaqueta de cuero negro. El escritor le miró los pechos de nuevo, recordándolos con lascivia. Luego le miró las piernas, largas, ligeramente entreabiertas como una invitación que debes terminar de ganarte. Su entrepierna se endureció.
Algo impactó en la barbilla y cuello de Rodr, algo viscoso.
—¡Púdrete! ¡Mata niñas! —le gritó un tipo de mediana edad culpable de lanzarle un huevo.
—¡Muérete tú! ¡Hijo de puta! ¡Mamón! ¡Pajillero de mierda! ¡Vete a joder con tu madre, capullo! —le increpó Anna poniéndose de pie y totalmente fuera de sus cabales.
El tipo huyó a la carrera, sobrepasado por la inesperada reacción. El autor se limpiaba como podía mientras la programadora volvió a sentarse, como si nada hubiera pasado. La mirada de Enric había cambiado, era sombría.
—Hay un monstruo dentro de mí, Anna.
Su respiración estaba acelerada, pero sentía que se merecía algo así.
—No me dan miedo los monstruos. No es que sea especialmente temerosa de nada, pero, ¿tu monstruo? Me haré amiga de él, seguro que nos llevamos bien, le presentaré a mi gato Holmes.
Sabía cómo calmarle, tenía ese don. Rodr sonrió, terminó de limpiarse y dijo:
—Soy mitad hombre y mitad ángel. Estoy medio vivo y medio muerto.
Ella le miró extrañada, exigiendo una explicación.
—Nada, una cita de una película que me gusta. Me recuerdas a un personaje que sale en ella.
—Eres un perro verde, raro, con varios ojos, cinco patas y dos colas. Uno que odia todo lo que a mí me gusta de él. ¿Querías un halago? De acuerdo… Yo no vivo por aquí. Vivo a varias paradas de metro de aquí. Vine de casualidad a visitar un cliente y te vi en el bar y, ya me ves, desayunando siempre en este bar de mierda, con té malo, que no está ni cerca de mi puta casa. Y que conste que no te lo mereces, pero ya te voy conociendo, no pillas una al vuelo. Ni al vuelo, ni a pata, ni que venga en tractor.
Las últimas palabras Enric casi ni pudo escucharlas, estaba demasiado emocionado con la explicación.
—¿De verdad existes? Quiero decir… mi vida empieza a parecerse a una de mis novelas. Con drogas, delirios, violencia…
—Tienes razón. Soy Anna Durden, una tía creada por tu cerebro, has agitado una coctelera mental de todo lo que te gusta y he salido yo. ¿Sabes? Hay dos razones por las que es imposible que esto sea una de tus novelas. Primero: no hemos follado aún. Y segundo, no soy tu hermana.
—Vivo aquí enfrente. Lo primero, si quieres, podemos resolverlo por el bien de la literatura en general y el de mi entrepierna en particular.
Se besaron. Frente a la mesa. Por la calle, en el portal, por las escaleras. En cada rellano que separaba el vestíbulo de la portería hasta llegar al sobreático donde vivía. Sus lenguas eran incapaces de separarse, andando patosamente como dos hermanos siameses. Babeándose y mordiéndose. Mientras el escritor rebuscó la llave en su bolsillo Anna consiguió adentrar su mano entre sus pantalones, acariciándole el miembro que estaba duro como no recordaba en los últimos años. Consiguieron entrar como en una mala película romántica, abriendo la puerta con la espalda sin que sus labios se despegaran.
Una vez dentro del apartamento, el escritor se vio en la obligación de justificarse:
—Anna, no sé si podré…
—Shh, no lo estropees, que yo no te he pedido nada.
Hicieron el amor durante horas. En el sofá, en el suelo y en la cama. Cambiando el ambientador de la casa, el olor a cerrado y tristeza, por el del sudor, la pasión y el sexo. Después, exhaustos, hablaron durante horas.