Al día siguiente Anna no estaba en el bar. Ni al otro. Ni en toda la semana. La buscó por todas partes, bajando en las paradas de metro cercanas, recordando una de las pocas informaciones que tenía de ella. Trató de enviarle un correo, pero la dirección ya no existía. No sabía su apellido, ni su teléfono, ni dónde vivía. Preguntó a vecinos, a los dueños del bar, llamó incluso a empresas de programación.

Nada.

Se había esfumado. La gente del bar la recordaba, así que por lo menos sabía que no estaba loco.

Pasó un mes.

Nada.

Volvieron las pastillas, la angustia, la tristeza y el alcohol. Muerte, sangre, hierros deformados. El bestiario vacío. Un perro verde sin dueño.

¿Por qué?

Llegó la ira, y luego el llanto. Ya ni siquiera se reconocía al mirarse al espejo. Miró por la ventana y el mundo volvió a abofetearlo. Nunca lo comprendería. ¿En qué había fallado esta vez? ¿Qué es lo que había dicho?

Enric Rodr fue a su habitación y miró fijamente la soga. Ya no sentía miedo. No había sabido vivir, solo esperaba saber morir. Retiró la cama lo justo para que la soga quedara en un extremo, era un plan sencillo. Se puso en pie sobre la cama, se la ajustó al cuello, de puntillas. Solo tenía que saltar hacia adelante y con un poco de suerte el golpe le fracturaría el cuello, sin necesidad de agonizar. Mantuvo unos segundos el equilibrio. Un salto, solo un salto. Ya no tenía nada que contar…

Recordó sus días con Anna. Tan escasos y tan intensos. Aquel ser que parecía que había venido a rescatarle.

Anna…

Se habría podido convertir en su mejor novela. Lo tenía todo. Sexo, dolor, felicidad. Quizás su última novela, una especie de autobiografía parcial. Era demasiado tarde. ¿Era demasiado tarde? Solo tenía clara una cosa, el principio:

La Cara Oculta de la Media Luna

Para Anna…