Estas semanas ando de celebración en celebración. Desde cumpleaños de conocidos a reuniones multitudinarias bajo cabañas improvisadas, pasando por mi primer aniversario de boda (¡bien!) y el primer aniversario también de una de las decisiones que más me ha costado tomar y que más me ha hecho aprender: no, no es casarme, hace un año que no me tiño.
Este no va a ser un texto sobre cómo cuidar los reflejos amarillos de las canas con recetas imposibles de ingredientes exóticos, ni tampoco una reivindicación de nada que tenga que ver con feminismos trasnochaos ni tíos picha-pasás que me digan que ahora parezco una vieja. Me da igual si no les gusto, total, a los picha-pasás ni agua. Y oye, que igual también tienen razón: me hago mayor y las canas la hacen a una invisible para ciertas cosas y personas… y ¡qué bien! Este es el primer episodio de unos cuantos textos sobre pelos. Por ser el primero, lo dedicaré a pelos propios.
Nunca pensé que unos filamentos de queratina pudiesen dar lecciones de vida, la verdad. Fui hija de peluquera, llegué a odiar que me cepillaran a tirones todas las noches para que “las vecinas vean lo bien que llevas el pelo”, a lo anuncio viviente de su peluquería. A los 15 me salieron las primeras canas: ¡drama! Empezaron los baños de color, las mechas, los alisados japoneses, los “así no le vas a gustar a nadie” de una madre que apenas acababa de conocer y a quien yo ansiaba complacer (pero eso ya lo contaré otro día). Finalmente, llegaron los tintes.
Tengo mucha cantidad de pelo, y además grueso, en los 90 no se hablaba de “pelazo”. Te rapaban el cogote para que la cantidad fuera más manejable, y cada tres semanas tocaba aplicar tintes con olor a azufre, efluvios diversos que irritaban los ojos, picazón, más tirones de pelo, más “así estás más guapa”, más “los chicos prefieren el pelo largo y bonito”.
Mi vida acabó organizándose alrededor de cómo tapar las raíces que me crecían implacables. Viajaba, quedaba con gente o visitaba familiares siempre y cuando pudiera teñirme un par de días antes —por no hablar de lo que le hacía a los otros pelos de mi cuerpo. A medida que pasaban los años me olvidé por completo de mi color “original”. Tampoco penséis que lo pasé tan mal, eh: he tenido varias personalidades en varios países como rubia de bote, pelinegra azabache o peliteñida indescriptible. He llevado mechas rojas, azules, incluso he tenido el pelo naranja, como hasta hace un año. Debo confesar que ser pelirroja me encantaba. Ahora me veo en fotos y no me reconozco.
Hace un año me preparaba para una boda a la que pensé que nunca acudiría. Estaba nerviosa, pero no lloré hasta que leyeron el nombre mi abuela (abu, te quiero) y bailé un chotis apretao con mi señor esposo. Tres días antes había tomado una decisión seria: esa sería la última vez que me asfixiaba con el tinte en el lavabo de casa.
Durante estos doce meses me he sentido muy mirada, a menudo mal. Me han dicho muchas cosas, la mayoría impertinencias. Me han preguntado si me pasaba algo, pero rollo cara preocupada y voz bajita: “¿te ha pasado algo malo?”, o “te ha dado alergia el tinte, ¿has probado la henna?”, o directamente: “¿estás enferma? ¿Cómo vas así de dejada al trabajo? ¿No te da vergüenza? Con lo mona que tienes la cara, qué pena que vayas así”.
Durante estos doce meses no solo los compañeros de trabajo han hecho comentarios o lanzado miraditas indiscretas, también lo han hecho amistades, familiares y hasta completos desconocidos por la calle o en tiendas diversas. ¿Qué nos lleva a opinar de manera tan descarada y desagradable sobre el aspecto de otra persona? Es más: ¿sobre el aspecto de una mujer? Porque yo no veo que amigos canosos o que mi marido reciban comentarios sobre su pelo o su barba gris.
Las platas capilares masculinas están aceptadísimas, los hacen “maduritos interesantes”, pero las mujeres, por lo visto, somos “valientes” si las dejamos brillar. La premiadísima periodista canadiense Lisa LaFlamme, quien por no poder acudir a su peluquería habitual durante la pandemia tuvo que dejarse crecer las canas, se vio de patitas en la calle por no “dar la imagen deseada” en pantalla. Muy valiente, sí.
Me pregunto obviedades: ¿las mujeres estamos obligadas a parecer jóvenes durante toda nuestra existencia? ¿Envejecer significa dejar de ser relevantes? ¿Que ya no se nos perciba como jovenzuelas fértiles, da derecho a amistades y desconocidos a comentar sobre nuestro aspecto? ¿Deja de existir nuestra experiencia personal y profesional y nos convertimos en seres irrelevantes, invisibles?
Contaba no recuerdo qué actriz estadounidense, probablemente sobrevalorada, que el año que cumplió 40 años le llegaron 3 guiones distintos para hacer de bruja. Estamos hablando de una señora multimillonaria que habrá gastado miles de dólares en parecer más joven. Las mortales como servidora más nos vale que vayamos preparando el caldero y los ojos de sapo. El edadismo es demasiado rentable para empresas de cosméticos diversos y establecimientos que insisten en teñir de negro a señoras octogenarias. Yo, como ya tengo una edad y soy de naturaleza disfrutona, decido gastar mi dinero en placeres de diferente índole.
Pues bien, después de un año ya apenas me queda pelo teñido y mi deseo de niñez de convertirme en La Mujer Invisible está resultando ser un éxito. Cada día me cruzo con menos gente que me malmira por la calle, la mayoría mujeres, por cierto, y he dejado de existir para gran parte del colectivo masculino. Aunque no vivo en una gran ciudad super moderna, con quien sí que me cruzo cada vez más es con mujeres de mi edad (cuarenta y pocos) a quien les brillan las canas al sol. Creo que los dos años de encierro nos han facilitado a muchas el camino. Al cruzarnos nos miramos, furtivas, nos reconocemos, esbozamos una sonrisa y seguimos a lo nuestro, libres y con las canas al vent.
Y es que por mucho que nos intenten convencer, dense cuenta que no nos hemos convertido en mujeres dejadas, señores, sino que de una santa vez nos estamos dejando ser.