Dicen que los lugares comunes son aquellos que, entre otras cosas, nos conforman como sociedad. Hoy hablaremos de uno de esos sitios. Pero no es «un» sitio en concreto. Menos aún el sitio favorito de Freud (¡ni de Hemingway!) en Pamplona. Bueno, o sí. Hoy hablaremos del sitio ese de la peste horrible a frito.
No sé si será mi olfato post-covídico, pero desde hace unos meses, cuando uno sale de cualquier lugar en el que cocinen algo, cualquier cosa, cuando uno sale, lo hace apestando a frito. Ya puede ser una churrería, o un café en el Eixample barcelonés, un buffet libre de sushi, un restaurante chino —valga la redundancia—, un restaurante de cocina-de-mercado-km-cero o una marisquería de las que te sirven chuletón —con suplemento de 5 euritos. Uno entra feliz y contento y sale con la factura del ágape y un ticket-encargo para la tintorería.
Hay que repetirlo: no importa el sitio ni el lugar. Vayas donde vayas, sales atufado. Tampoco importa la hora. De hecho, si sumamos el factor «hora» a la ecuación, ¡obtenemos resultados aún más espectaculares! Imaginen la escena. Exterior día, aledaños de un mercado municipal de una capital cualquiera de comarca. Sobre las 10 de la mañana.. Una pareja avanza, confiada, a través del tráfico peatonal matutino hacia una cafetería, para uno de sus dos desayunos festivos del fin de semana.
De repente, viento del este y niebla gris anuncian que viene lo que ha de venir. ¿Y qué viene? Una enorme bocanada de cebolla frita, que se interpone en su ruta. La pareja, feliz y distraída —y también porque el olor es transparente y no se ve—, se acerca irremisiblemente a la bocanada, en rumbo de colisión.
Los desdichados ignoran su destino hasta que, dos pasos demasiado tarde, y ya en medio de la nube invisible, se percatan del desastre. De repente, amarillentos del asco, aceleran, alejándose del bar de la esquina. Justo 10 segundos antes, se abrió la puerta del bar para que pudiera salir, corriendo, un cliente aquejado de un repentino principio de bronquitis —junto con una pancreatitis—, causado por los vapores de la cocina.
¿Sorprendidos? Seguro que no. De hecho, es posible que esta situación sea uno de esos «lugares comunes» que decíamos. ¿Qué? ¿Que ven esa situación y la superan? ¡Obviamente! Nosotros también: imagínense esa situación, pero en un domingo a las 8:30 de la mañana.
En serio… ¿¡Que hace la gente apestando las calles a cebolla frita a las 8:30 de la mañana un domingo!? ¿Qué pasa con los extractores de las cocinas? Tanta movida con las ordenanzas municipales sobre olores, las cuotas de emisiones de CO₂, metano y trióxido de colchapstrato a la atmósfera… tantas horas —¡tantos lustros!— pasados en el rellano de la escalera, en reuniones de vecinos y propietarios, discutiendo sobre las salidas de humo de bares y restaurantes… ¿Para qué?
Hemos titulado el artículo «¿A qué huelen las nubes?». Seguramente no huelan a nada. O a aire puro. Porque todo el olor a fritanga, a cebollismo descarnado, que debería marcharse al éter a través de las carísimas chimeneas metálicas, equipadas con filtros mata-olores, en vez de seguir su camino, se queda en nuestra ropa, en nuestro pelo… Habita en las calles de nuestras ciudades.
Restauradores, hagan el puñetero favor de encender los extractores de humo de la cocina. No sean guarros, y enciendan de una vez el extractor.