Era un Sant Jordi especial, uno muy esperado después de pandemias, crisis y guerras. Enric Rodr disfrutaba de su propia caseta en uno de los enclaves privilegiados, cortesía de la editorial que había promocionado el evento durante semanas. Poco dado a dar entrevistas, tenía casi una veintena de libros publicados. Algunos, El Rayo, Inadaptado o Estímulos Adolescentes, con notable aceptación. Sin ser un autor de masas, contaba con un grupo especialmente fiel de seguidores.

Recibía más críticas negativas que positivas, pero le daba igual. Se sentía en la cima del mundo, capaz de derrocar al sistema tecleando en su portátil. Cuanto más duras críticas recibían sus provocadores escritos, llenos de violencia, marginados y sexo injustificado, mejor se sentía. Riéndose de una sociedad a la que consideraba morbosamente hipócrita. O, quizás, hipócritamente morbosa.

“¿Acaso la violencia o el sexo necesitan justificación?”, había llegado a responder en algún magazín de contenido contracultural.

Su aspecto, ese día, estaba perfectamente estudiado. Con su cabeza afeitada al cero, la barba de una semana y la americana sobre el jersey de cuello alto. En menos de una hora de dedicatorias ya había conseguido un par de teléfonos de alguna fan, y todo, simplemente, plasmando alguna de sus estudiadas frases sobre el papel de su novela de turno, interpretando a la perfección el cliché de escritor maldito.

—Aquí tienes —le dijo entregándole el libro dedicado a la veinteañera.

Estaba buena. Aunque no tenía preferencia por las rubias, pensó en hacer una excepción después de examinarle, descaradamente, los senos.

El cielo se encapotó y Enric Rodr miró hacia él, descartando, sin mucha ciencia, que fuera a llover. Cuando volvió la vista al frente se encontró con un adulto y una niña de unos once años. Se quedó sorprendido. Desde luego, si algo no era su literatura, era para todos los públicos.

—Hola —dijo la chiquilla mirándole fijamente a los ojos.

Enric pasó de la sorpresa a la pereza, observando como crecía la cola detrás de tan singular pareja. El tipo, aparentemente su padre, le sonrió.

—¿Queréis que os dedique algún libro? —preguntó Rodr forzando una sonrisa.

—Mi madre leyó Nocturnia —informó la pequeña.

Era, sin duda, uno de los textos más corrosivos que había escrito. Una joven con Sensibilidad Química Múltiple (SQM), condenada a vivir aislada en su pequeño piso, se enamoraba del paramédico que la atendía semanalmente, teniendo largas conversaciones a través de la delgada puerta que les separaba. Para cuando al fin conseguían reunirse, el tipo resultaba ser un depredador sexual extremadamente violento. Y esta era solo una de las cuatro terribles historias que contenía la novela. Un crítico extranjero la había llegado a bautizar como “El libro de la desesperanza”. Mucho menos sutil había sido la prensa local.

—Vaya, lo siento —fue lo único que se le ocurrió decir.

Supuesto padre e hija no dijeron nada. El autor hizo un gesto con la ceja.

—¿Queréis algo?

—Mamá se suicidó. Dejó solo una nota, le decía a mi padre que limpiara antes de que llegara del colegio.

Un nudo empezó a formarse en el estómago del escritor, pensando por segundos en el egoísmo de la madre para luego sentenciar al padre como a un auténtico capullo por permitirle conocer la historia a su hija. ¿Por qué era un imán para todos los tarados de la ciudad?

—¿Y consideráis que es mi culpa? —preguntó entre indignado y aturdido.

—No, solo queríamos que vieras esto.

Padre e hija metieron las manos en el bolso color rosa de Peppa Pig que portaba ella, y de su interior sacaron sendos revólveres. El arma, en la delicada mano de la cría, aún parecía más imponente. Rodr se cubrió por instinto, dispuesto a recibir un balazo, pero lo que hicieron los dos fue colocar el cañón justo entre su barbilla y el cuello y apretar el gatillo, de manera perfectamente coreografiada. El estruendo fue inmenso. Enric quedó ensordecido, incapaz de oír algo que no fueran fuertes pitidos en sus oídos. El resto fue aún peor: sangre, carne y hueso llenándolo todo, tiñendo la caseta, los libros y a él mismo de rojo. Y confusión, mucha confusión. Cuando sus oídos, a duras penas, se fueron recuperando, los pitidos quedaron anulados por los gritos de la gente.

Gritos, histerismo, lloros y miedo. Más pedacitos por todas partes.

Volvió a salir el sol.

CONTINUARÁ