No hay nada más peligroso que un tonto con iniciativa, dice el refrán. Es lo que se me ocurrió tras leer el primer párrafo de una columna de Iñaki Ellakuría —o ya que estamos, de Sergio del Molino—. Tras ese pensamiento, acabé en otra columna, esta vez de Carlos García-Mateo, titulada “El mal vestir”. El autor tiene razón absoluta: en Barcelona, la gente viste como el culo de mal. Pero fatal. Barcelona da pena, y se debería empezar a tomar cartas en el asunto, empezando por multar a cierta cervecera que, con sus anuncios mediterráneos, ha fomentado la dejadez.

Pero al final del texto, el articulista suelta esta tontada: “Estamos en un momento en que los mayores, eternos guardianes de cierto conocimiento, visten de Decathlon, no se tiñen las canas…”.

En un intento de pretender dárselas de algo, García-Mateo olvida una cosa que debería ser fundamental. A los mayores se les considera guardianes de cierto conocimiento, precisamente por aquello de que “peinan canas”.

Hay un cierto tipo de personas que tienen problemas muy serios con las canas. No soportan ver testas coronadas de plata, ni aceptan que esto pueda ser elegante. Esos problemas los suelen tener mucho más con las mujeres que se atreven a lucir sus canas al viento. 

¿Qué problema tienen con las canas? ¿Es simplemente flojería de espíritu? Por flojería, y no flojera, me refiero a no tener valor suficiente de aceptar que ya les han salido un par de pelos blancos en los huevos, y al estilo de Martín Lutero, pretenden que el resto de los humanos estemos tristes. ¿Es que se creen que chamuscando sus cabezas con litros de amoníaco, a efectos de sublimar las pulsiones de comprarse un patinete, como si tuvieran doce años, van a conseguir parar el reloj?

Hay que saber hacerse mayor. Ese cierto conocimiento al que apela el autor, quizá trate de haber descubierto que con zapatillas deportivas de suela blandita, los dolores de la artrosis —o los derivados de caderas de titanio— son más llevaderas. O eso, o es que hemos visto ya demasiadas pelis y series, y hemos idealizado, por un lado, las tres primeras décadas del siglo XX, por el otro la moda corporativa madrileña que reclama García-Mateo —hay que fijarse siempre en los zapatos, Carlos. Y por las pintas, las zapaterías de Madrid deben estar en quiebra—, y al final, seguramente hemos dado demasiado pábulo a las pánfilas de Sexo en Nueva York, que prefieren mantener una relación con sus Blahniks a hacerlo con un humano —y luego se quejan de que nadie las aguanta—. 

Hay que saber hacerse mayor. Y también hay que saber llevar traje —señores que llevan traje, hágannos un favor a todos y ponganse camiseta  interior de manga corta—. Hacerse mayor implica llevarse bien con uno mismo, y con sus canas. Que es, precisamente, lo que hizo Andie McDowell. Dejarse las canas al aire, y darle un par de hostias a columnistas imbéciles cuando le preguntaron que se sentía al perder la belleza. La belleza no se pierde. La belleza evoluciona, y hay que sentirse bien tanto a los 20 como a los 70. Ahora, además de pollaviejas, vamos a tener que lidiar con viejóvenes transnochados y con pollablancas