Una vez en el piso Anna miró a su alrededor, sorprendida de lo adecentado del sitio dentro de las escasas posibilidades.

—Te esfuerzas, y eso me gusta.

—Un piropo más y estallaré —dijo él.

Mientras paseaba por el salón el escritor aprovechó para mirarla. Alta, proporcionada, con unos buenos pechos. Sin duda no llevaban sostén. Vestía solo con unos vaqueros y una camiseta negra de tirantes, lo que le sorprendió para aquella época del año.

—¿No tienes frio?

—¿Yo? Mi madre es sueca, supongo que eso me da ventaja. No necesito esos ridículos gorritos de lana que llevas tú para sentirme caliente.

Anna agarró Hyperion de un montón de libros que formaban una columna en el suelo, lo ojeó y continuó:

—Tienes buen gusto para la literatura. Mala para la decoración, pésimas artes para conquistar, pero sí, me gusta lo que lees.

—¿Vas a volver a recriminarme que te mire las tetas?

La chica dejó el libro, se quitó el top y las descubrió sin mostrar el menor pudor, haciendo probablemente lo último que el escritor hubiera sido capaz de prever. Él las observó, le parecieron aún más bonitas al natural, y disimuló su sorpresa, intimidado. Anna, en topless, siguió escudriñando entre sus lecturas.

—Chuck Palahniuk. Seguimos bien, siempre me has recordado a él.

No era la primera vez que se lo decían y lo odiaba, le hacía sentirse pequeño, un impostor. Pero la excitante visión de esa mujer semidesnuda le hizo perder el carácter combativo y se limitó a quedarse en silencio. Sintió también una congoja en la entrepierna, la primera en meses.

—Neutralizas las drogas de mi cuerpo —le dijo él convencido de que ella le entendería.

—¿Tan rápido? Bien, ¿dónde tienes la cama?

Por un momento Enric Rodr dudó de que todo fuera real. ¿Y si no había dejado las drogas, sino que las había aumentado? ¿Era todo aquello fruto de una mala reacción? ¿Existía Anna? ¿Existían las mujeres así? Le dio igual, estaba empalmado y lo iba a aprovechar.

La guio hasta su habitación. Ella, antes de entrar, le dio un mordisco en el cuello. Se estremeció. Se besaron en la puerta, todo iba bien. Sus lenguas se enredaron, juguetonas. No dejaron de mirarse. El escritor tumbó a su invitada sobre la cama para hacer él lo mismo encima de ella y siguieron besándose, mordisqueándose, restregando sus entrepiernas.

—Creo que sigo ganando puntos —dijo él arrancando las risas de ambos.

Entonces algo les detuvo. O, mejor dicho, la detuvo a ella.

—¿Qué coño es eso? —preguntó mirando al techo.

—¿El qué? —dijo él sin dejar de mordisquearle el cuello, frotándose como un adolescente.

—¡Eso! ¡Joder! —insistió apartándole.

—¿Eso? Nada, coño, una obra de arte… ¿Qué pasa?

—¿Una obra de arte? A mí me parece una polea con una soga.

—Claro. Simboliza la futilidad de la vida —se explicó Rodr.

Anna se incorporó. Era muy expresiva, para lo bueno y para lo malo. Su cara era de auténtica decepción.

—Me han dicho de todo para follar conmigo, pero esto se lleva la palma. ¿Te crees que soy imbécil? Soy muchas cosas, pero no imbécil. ¿Quién eres? ¿Maria Antonieta? Menudo gilipollas eres, con lo caliente que estaba, ¡joder!

Enric se incorporó también, le miró fijamente y le dijo:

—Lo siento. No debería haberte mentido. Hay un monstruo dentro de mí, ¿ok? Siento si te he asustado.

—¿Asustado? No me das ningún miedo, engreído, no tienes esa capacidad. Paso de los dramas depresivos de los intentos de artista, ¿sabes? ¿Te crees más interesante así?

—Anna, aquí hace años que no viene ninguna mujer.

—¿Y toda esta mierda por una niña a la que ni conocías?

—¡Pues sí! ¡¿Ok?! ¡Sí! Por una niña que impregnó sus sesos contra mí. Por una niña que se compinchó con su padre para llenarme de su carne. Por una familia que la madre murió por mi culpa. ¿Sabes que me quitaron un pedacito de su cráneo incrustado en el ojo? Estuve semanas con molestias hasta que un oculista vio de dónde venía. ¿Sabes qué es eso?

—¡Vale! ¿Entonces qué? ¿Te echo un polvo y te curas? —dijo ella, esta vez sí, afectada.

—¿Otra vez me acusas de lo mismo? ¿Es que te he arrastrado yo hasta aquí?

—¿No quieres acostarte conmigo?

—¡Pues no! ¡O sí! Joder, pues claro que quiero. Pero no se trata solo de eso, ¡eh! Se trata de sentir. De sentir algo. De sentir una puta mierda que no sea dolor.

—Muy bien, pues nada. No sé, no sé qué decirte… no es que esté muy dispuesta ahora mismo, ¿sabes? Hazte una paja a mi salud, quizás la soga te da más placer, he leído toda clase de mierdas sobre follar con hipoxia y esas cosas. Tú sabrás.

—¿Me vas a dejar así? ¡¿Pero qué coño quieres de mí, Anna?!

Ella miró al suelo. Era la reina a la hora de aguantar miradas, pero no quiso. Calmó los ánimos y respondió con sinceridad:

—Solo quería que volvieras a escribir. Luego, pensé que quizás podías gustarme. Ahora… ahora, sinceramente, no lo sé.

Salió de la habitación, recogió su top del suelo y se fue del piso sin siquiera ponérselo antes de abandonar la estancia, diciendo:

—Cuídate, ¿ok?